Cuenta alguna de las muchas leyendas que los españoles comenzaron a vocalizar la Z de tal forma para reproducir el ceceo que padecía algún rey o príncipe de turno hace múltiples siglos y que después la práctica se extendió.
“Si bien sea una historia de historia legendaria simpática, no posee ningún acompañamiento”, aclaró en BBC Planeta el filólogo español Juan Sánchez Méndez, creador del libro “Historia de la lengua de españa en América”.
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A un siglo del cumpleaños de su creador y prácticamente medio de su primera edición, Luis Fernando Lara da una revaluación de los 1001 años de la lengua de españa de Antonio Alatorre. El libro es el día de hoy un tradicional: no es solo la primera historia del español que nos llega desde América, sino más bien asimismo la primera llamada a asumir la crónica de una lengua que asimismo es nuestra.
A fines de 1979 el Banco de Comercio (Bancomer), el día de hoy transformado en una parte del colosal complejo del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (banco bilbao vizcaya argentaria), publicó Los 1001 años de la lengua de españa de Antonio Alatorre. Una edición de mucho lujo, apuntada a los clientes del servicio distinguidos del Banco, concebida y conducida por Beatrice Trueblood, diseñadora y publicista señalada, más que nada, por su participación en los avisos, logo y símbolos de los Juegos Olímpicos de 1968. Los editores del libro escriben en su prefacio que “el artículo refleja las menudencias del idioma y el precaución particular que el filólogo puso al escribirlo” y prosiguen: “Las ilustraciones fueron escogidas y diseñadas para argumentar un término, complementar un concepto, remarcar un artículo , apuntar nuevos rumbos de interés, anotar un aspecto y recrear la visión”. A Jorge Guillén, el enorme poeta de Cántico, le solicitaron los editores un prólogo que, para vergüenza de Guillén, resultó cursi y vacío; Alatorre debe haberse enfurecido. El libro, un tomo pesado y bien difícil de conducir 376 páginas de 30 x 30 cm. en el lustroso papel Vintage velvet mereció una reseña asoladora de Gabriel Zaid en la gaceta Vuelta (núm. 46, 1980, partido popular. 38-39) no apuntada contra el creador, sino más bien contra el libro.
Alatorre cuenta en su tercera edición, lanzada por el Fondo de Cultura Económica en 1989 sin lujos y solamente bastantes diagramas y mapas precisos, que el período que le brindaron para escribirlo fue muy corto. de abril a noviembre—, pero lo aceptó “pues me sentí con la capacidad de contar de corrido, a mi modo, la crónica de mi lengua (y muy alegre por la posibilidad que se me ofrecía), y segundo , por el hecho de que se encontraba necesitado de dinero”. Evalúa más tarde su edición de mucho lujo como la de un libro-bibelot que, como tal, va a haber tenido pocos leyentes y solo hojeadores (¡se han publicado 20 mil ejemplares, no obstante!); múltiples ocasiones se prosiguió quejando de esta edición. Ciertamente, fue un libro concebido bajo la iniciativa de un libro de arte. Los libros de arte tienen extensos formatos: son verdaderamente para admirarse, mucho más que para leerse y analizarse; en ellos las ilustraciones prevalecen sobre el artículo y el artículo radica normalmente en breves ensayos; de enorme calidad frecuentemente, pero sometidos a las imágenes que el libro plasma. En esa primera edición de Los 1001 años hay un sinfín de ilustraciones: fotografías de lápidas romanas, de viejos manuscritos miniados, de portadas de incunables, y asimismo fotografías recientes de restos de la civilización romana en Mérida (Emerita Augusta ), de una tarde en el foro de discusión de roma, de la puerta de Burgos, de un muy bello arco adornado con mocárabes en la Alhambra, etcétera., y retratos de los varios escritores que dieron lustre a la lengua de españa. Las tablas comparativas que da, como la de la numeración en indoeuropeo y múltiples de sus descendientes -entre aquéllos que incluye, en forma de contraste, lenguas de otros leños lingüísticos: húngaro, turco, náhuatl, vasco y japonés- están hermosamente enmarcadas con fundamentos medievales, o extensamente mostradas con letra grande y en recuadros bien relevantes, como la que equipara palabras del latín tradicional con los del latín vulgar y su evolución al español. Lo mismo sucede con diagramas como el de las lenguas descendientes del indoeuropeo, ilustrado a través de un árbol genealógico, que en la tercera edición del “libro-libro” —como afirma Alatorre, en oposición al “libro-bibelot” de gran lujo – se transforma en un diagrama esquemático. En lugar de poner en el final, como acostumbra, un índice de expresiones mentadas, se muestran en 2 páginas repentinas al índice general, al comienzo; extraño, pero útil y atrayente. En el final del volumen se muestran los índices de fotografías, nombres y fenómenos lingísticos que enseña esta historia. Si lo que procuraba Beatrice Trueblood era enseñar la riqueza de imágenes que resulta conveniente sugerir al lector de un libro de arte, a fin de que se deleite, a fin de que realice viajes imaginarios, a fin de que se sienta atraído por esos manuscritos miniados, por fotografías como la de una página del manuscrito del Poema del Cid, por extractos de proyectos literarias tanto pertinentes a los temas como de enorme calidad, lo logró con creces. Las ediciones siguientes no tienen la posibilidad de darse estos lujos; desaparecieron las imágenes y nos quedó el artículo, más allá de las tablas, diagramas y extractos de las proyectos que cita.