que instituto tradujo a lenguas romances obras de otras lenguas

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«En un tiempo –afirma Rebecca Posner– la lingüística románica fue la avanzada de la lingüística, específicamente, de la lingüística diacrónica, ya que tenía una riqueza asombroso de materiales entre aquéllos que no había solución de continuidad » (pág. 36). Dejando a un lado antecedentes no precisamente científicos, el título de «padre» de la filología románica frecuenta reservarse a François-Juste Raynouard (1761-1836), que postula una langue romane común. Pero el primer enorme experto de la filología románica va a ser el instructor de Bonn, Friedrich Diez, al lado del monumental Grammatik der romanischen Sprachen, en tres volúmenes, que comenzaron a mostrarse en 1836 (el año exactamente de la desaparición de Raynouard). Tras la desaparición de Dios, en 1876, entró en escena Gustav Gröber, que en 1888 publicó los conocidos Grundriss der romanischen Philologie, que formaban un «estado de la cuestión». Prosigue después la Grammatik der romanischen Sprachen (1890-1902) de W. Meyer-Lübke, rápidamente traducida al francés (en 4 volúmenes, 1890-1906), y que reemplazó a la obra de Dios. Desde entonces, totalmente afianzada la lingüística románica, se multiplican las proyectos de grupo hasta llegar a Maria ManoliuManea, romanista californiana de origen rumano, que fue quizás la primera que procuró utilizar las teorías recientes de Chomsky a los inconvenientes del comparativismo románico en su Gramática equiparada al limbilor romanice (1971), o en su mucho más reciente Tipologíae historia: elementos de sintaxis equiparada románica (La capital española, Gredos, 1985). Pero, en el interim, la lingüística románica había sufrido un destacable retroceso. Las causas de la transitoria caída son muy diferentes. La lingüística románica había nacido bajo los auspicios del procedimiento histórico-comparativo, que tras un pasado glorioso pasa por una temporada de caída. Ciertamente, por una parte, los estudios comparatistas (tanto en lingüística como en literatura), limitados a su ambiente circunstancial, dejaron de prestar un interés particular, y por otro, desde el Cours de lingüístico general de Saussure l’ estudio diacrónico de las lenguas consigue un rango escencial en oposición al análisis sincrónico. Finalmente, en un orden práctico, como apunta Rebecca Posner, exactamente la misma riqueza asombroso de materiales, primarios y secundarios, de la lingüística románica, es fundamento de desánimo para los novatos, que van a poder hallar mejores cosechas visibles en otros campos lingüísticos mucho más fragmentados, y , por consiguiente, se elige, por economía intelectual, achicar la especialidad a solo una parcela mucho más con comodidad alcanzable (filología francesa, filología italiana, filología portuguesa, filología catalana, etcétera.), perdiendo la visión científica del grupo. Pero, actualmente, las aguas tienden a regresar a sus viejas vías: el comparatismo (tanto en lingüística como en literatura) ha conseguido nuevos escenarios, y los estudios sincrónicos y diacrónicos tienen que conjuntarse nuevamente. De este modo lo ve precisamente Rebecca Posner, para quien la comparación sincrónica de las lenguas genera frutos lingüísticos atrayentes y aclara hechos históricos: «Si bien hay muchas diferencias de aspecto entre las lenguas románicas que no tienen la posibilidad de ser explicadas sino más bien en términos históricos (tanto sociales como lingüísticos) muchos son los casos en los que la descripción del estadio sincrónico de una lengua pierde de vista dimensiones esenciales si no se la equipara con el resto» (pág. 25). Y, en esta formulación, hace aparición justificado, hoy día, el procedimiento comparatista, en tanto que, como añade Rebecca Posner, «todavía es verdad que todo estudio comparativo de las lenguas románicas da luz sobre trabajos de lingüística histórica» (pág. 26). Por otro lado, las lenguas románicas forman un tesoro para los lingüistas, puesto que, vivas en su mayor parte, representan el único ejemplo de un conjunto lingüístico similar, muy homogéneo todavía, y cuya fuente común, el latín , conocemos con precisión. Con estas premisas, Rebecca Posner nos introduce, con mano profesora, en un planeta impresionante, lleno de interrogaciones que nos va resolviendo. Si no supiésemos nada de la historia y la ubicación geográfica de una lengua romance, Rebecca Posner, lanza una pregunta inquietante, ¿seríamos capaces de reconocerla como romance solo por sus letras y números lingüísticos? Y la contestación, en un inicio y en un aspecto, es en fachada negativa: «Precisamente, semeja que no hay nada en la configuración fonética o fonológica de estas lenguas, que coincidimos en llamar romances, que sea singularmente propio» (pág. 63 ). Pero añade ahora la autora: «El semejante mucho más patente es en el léxico compartido», a quien dedica R. Posner un riguroso capítulo (pág. 105-134). Pero no solo el léxico, sino más bien asimismo la gramática, esto es, las peculiaridades morfosintácticas son un emblema de las lenguas que forman una parte del “club” romance. No obstante, supuesta la presencia de una familia lingüística románica, R. Posner elabora una exclusiva pregunta: ¿Qué es una lengua romance? Para la mayor parte de los romanistas, la autora prosigue razonando, la contestación es clara: «Es una lengua derivada del latín» (pág. 135). Pero, ¿cuál es el latín de lo que en teoría derivan las lenguas románicas? Pues resulta obvio que frecuentemente no hay presentes latino-tradicionales de múltiples aspectos que distribuyen las lenguas románicas entre sí. De ahí que, las fuentes del romance va a haber que procurarlas, no en el latín culto de los escritores, el latín codificado que llamamos tradicional, sino más bien en los testimonios del latín hablado o «latín vulgar», paralelo y ajeno del latín de los escritores , en que están implicados, como un continuum, el latín arcaico y los dialectos itálicos, que detallan varios de los aspectos que vuelven a salir a la área en los contenidos escritos del latín tardío que auguran el romance (pág. 143-183) . Pero, paradójicamente, estas diferencias ponen de relieve la unidad románica. Por otro lado, la identificación entre latín hablado y lengua romance nos deja asegurar, con la autora, que el latín prosigue vivo y disfruta de buena salud en las ubicaciones donde se charla una lengua romance, en tanto que el romance es el latín bajo otros nombres. De ahí que, en el momento en que a Dámaso Alonso le preguntaron en determinada ocasión si era partidario de sostener el latín en la enseñanza secundaria, respondió con solidez: «De qué forma no debo ser partidario, si lo que nosotros charlamos hoy en día no es sino más bien el latín del siglo XX». Partiendo de las citadas fuentes, Rebecca Posner examina ahora una evolución paralela de las lenguas románicas (la diptongación, el infinitivo, los clíticos de objeto, las formas parafrásticas aspectuales, el futuro, la pasiva, el léxico, etcétera.). ) (págs. 201-234), llegando a la conclusión de que «el efecto club actúa en romance no solo en el saqueo de las fuentes latinas, sino más bien asimismo en la interacción simbiótica entre las lenguas a lo largo de su crónica» (págs. 134-135). Pero, al lado de tantas similitudes, hay asimismo visibles diferencias que nos llevan a admitir distintas lenguas románicas, cuya clase y número, según distintas caracterizaciones tipológicas, examina la autora en el capítulo 5. Pero, en el momento en que nacen y de qué manera ¿se distinguen las lenguas romances? Las lenguas románicas van surgiendo, entre los siglos VI y VIII, en el momento en que los hablantes empiezan a ser siendo conscientes de la diferencia que hay entre el latín escrito (= latín medieval) y el código oral (= lenguas románicas). Y estas lenguas románicas consiguen plena madurez en el momento en que los hablantes perciben el latín de la escritura como lengua fallecida, superada por una lengua de prestigio que podía cumplir apropiadamente todas y cada una de las funcionalidades que había ejercido el latín. Por otro lado, si partimos de la iniciativa de que las lenguas románicas fueron en un inicio solo una lengua, que llamamos protorromance, la distinción puede ser equiparada con la distinción en especies en la evolución, y las causas son muy variadas. Primeramente, la dialectización temprana del mismo latín, tal como las diferencias sociales, esto es, las diferencias en la utilización lingüístico entre los diferentes ámbitos de la población latina. Seguidamente, se han atribuido otras diferencias –más que nada fonológicas– de las distintas zonas a procesos de transacciones de las lenguas originarias prerromanas sobre las que al final se implantó el latín, procesos que designamos con el nombre de sustrato. Por último, a la caída del Imperio de roma sobrevienen nuevos pobladores, que, si bien desde el criterio militar y admistrativo, respetaron la civilización romana y adoptaron alguna forma del latín, no obstante, le comunicaron por obra del superestrato o del adstrato, ciertos de sus aspectos propios, y de este modo se acentúa una pluralidad románica matizada por algunos influjos germánicos en Francia (influjo franco), en Italia (ostrogodo) y en España (godo). Otras lenguas de superestrato que influyeron asimismo en la evolución de variedades romances, tras la temporada imperial, son el árabe en la Península Ibérica y en el sur de Italia, o las lenguas eslavas que cubren la pluralidad rumana. Estos y otros varios inconvenientes nos expone y soluciona Rebecca Posner, que nos proporciona un cuadro vivo y con pasión de la verdad del latín, desde su temporada tradicional hasta las últimas secuelas manifestadas en las lenguas románicas de esta época. La obra que mencionamos, más allá de su rigor técnico, se lee con comodidad, con lo que forma un manual útil, no solo para todos los que procuran adentrarse en el planeta de la romanística, sino más bien asimismo para cualquier hispanohablante culto que tenga curiosidad para entender los avatares de nuestra lengua con relación a sus congéneres románicos.

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